lunes, 24 de agosto de 2015

Iphigénie en Tauride


Iphigénie en Tauride en Salzburgo. 19 de agosto de 2015.

 

Es imposible acercarse a esta ópera sin considerar algunas de las características de la tragedia de Eurípides en la que su libreto se basa, así como en la trágica historia de los hijos de Atreo.

 

Ifigenia fue escogida para que su padre, Agamenón, la sacrificase contra la voluntad manifiesta de Clitemnestra y así apaciguar la ira de Artemisa (Diana) quien había castigado a la flota griega inmovilizándola en Áulide. Para resolver la tragedia, Artemisa actúa como “dea ex machina” y salva a la joven llevándola a Táuride (la actual Crimea) habitada por los escitas, un pueblo salvaje y sangriento, que incluía los sacrificios humanos en su culto divino.

 

Es posible encontrar en este momento el fermento de dos conflictos; Ifigenia no puede amar a su padre, quien estaba dispuesto a matar a cambio de lograr el “bien común” y Clitemnestra llega a odiar a su esposo por arrancarle a su hija mayor.

 

Como sabemos, los argivos regresan diez años después triunfantes de Troya. Agamenón se encuentra con la noticia, no tan sorpresiva, que su esposa decidió hacerse de un amante, Egisto, que no respeta a los otros hijos del rey de Micenas, Orestes, Electra y Crisotemis. Ante la furia de Agamenón, Egisto y Clitemnestra lo asesinan, desatando un baño de sangre cuando Electra logra convencer a su hermano de matar a su madre y su amante. Las Furias y el espectro de Clitemnestra persiguen a Orestes, figurando así el cargar con la culpa del matricidio que cometió.

 

El caldo de cultivo formado por el ambiente salvaje de los escitas, el aislamiento y rencor de Ifigenia, y la culpa que persigue al matricida Orestes, no puede desarrollarse escénicamente en un ambiente similar del que disfrutaban nuestros abuelos cuando iban a la ópera, muy parecido ciertamente al presentado por Hollywood en las películas cuyo tema se refiere a “la antigüedad clásica”.

 

En mi opinión es totalmente válido el transportar la acción a nuestros días, bien sea en la Crimea recientemente invadida o en cualquier otro lugar del mundo. Por otro lado, matricidio, culpa y desamor nunca han escaseado en la historia de la humanidad.

 

Escribí (y sobre todo pensé) esta introducción para saber la razón por la que los productores Moshe Leiser y Patrice Caurier decidieron crear este ambiente opresivo y feo para escenificar esta ópera de Gluck, que en mi opinión es su obra maestra. Christian Fenouillat diseñó la escenografía, esencialmente un espacio en el que se incluye el dormitorio de las sacerdotisas –unas camas desnudas– y el ara de sacrificios, un cuadrado de hule sobre el que se parará la víctima para que Ifigenia la degüelle con una tosca daga, una pantalla de papel café situada al fondo del escenario y unas pequeñas trampas que se abrirán cuando aparezcan las Furias, acompañadas por el fantasma de Clitemnestra, acosando  al matricida en la cuarta escena del segundo acto. El vestuario, diseñado por Agostino Cavalca no incluye ni peplos ni cascos con crines de caballo, es similar al que podría encontrarse en una cárcel de mujeres o en un regimiento paramilitar en campaña. La iluminación de Christophe Forey es virtuosa durante el acoso de las Furias y logra dar el movimiento necesario a una producción tan sencilla.

 

La interpretación musical fue, sencillamente, gloriosa. Cecilia Bartoli, cantante que divide violentamente al universo operístico en seguidores y detractores, logró una enorme personificación vocal de la sacerdotisa. Destacó en los cuatros momentos en los que Iphigénie debe hacerlo, al inicio de la ópera en la que la obertura es sustituida por una tormenta física y personal, durante lo que fue el momento musical culminante de la función, la gran aria “Ô malheureuse Iphigénie!” –cuya música se basa en un aria de Sesto de La clemenza di Tito del mismo Gluck–, durante su aria del cuarto acto “Je t’implore et je tremble” seguido del sacrificio fallido de Orest en el que sus cualidades actorales y vocales se hacen una sola.

 

Christopher Maltman fue un estupendo Orest, probablemente el mejor que he visto. Su gran prueba son la tercera y cuarta escenas del segundo acto en el que canta una de las mejores arias que haya compuesto Gluck, al caracterizar la locura a la que lo está acercando su sentimiento de culpa, “Le calme rentre dans mon coeur” y que será rematado por el acoso de las Furias y la aparición del fantasma de su madre, “Vengeons et la nature et les Dieux”.

 

Pylade es el personaje anacrónico de la ópera pues no tiene antecedente en las tragedias. Es el amigo sincero y compañero de lucha de Orest, su intento de dar su vida a cambio de la del amigo y el consiguiente desengaño por no lograrlo son hermosos, aunque anormales, aún hoy día. Rolando Villazón le dio una vida muy especial y apasionada al personaje como actor y, sobre todo, como cantante. Sus arias son muy diferentes y logró dar a cada una el sentido músico–dramático requerido por texto y partitura. El aria final del tercer acto “Divinitè des grandes âmes” es probablemente la que más demandas vocales impone al papel, y Villazón la manejó con gran belleza – concepto subjetivo–, y con la entonación, dinámica y tempo indicados por la partitura –conceptos objetivos.

 

Michael Kraus tuvo un desempeño a la altura del reparto, imprimiendo lo amenazante a su música como lo requiere la parte. Diana fue, citando a un crítico alemán, el contrapunto escénico al resto de la producción; Rebeca Olvera, quien la interpretó, llegó del fondo del escenario vestida y maquillada toda en oro, incluyendo peluca, zapatos y guantes del mismo color; su parte es breve pero la cantó muy bien –si la “dea ex machina” no lo hace así, la función pierde gran parte de su impacto– y su actuación fue muy atractiva pues al terminar su gran recitativo se sentó al borde del foso de la orquesta, mostrando un aburrimiento divino, entretanto los humanos terminaban de resolver sus cuestiones. Este es uno de los casos en lo que se compruebe que no en ópera aún los personajes secundarios son fundamentales en el logro de una buena representación.  

 


El Coro de la Radiotelevisión Suiza tuvo una destacadísima actuación, incluyendo por supuesto a quienes interpretaron a las sacerdotisas compañeras de Iphigénie, así como a los que tuvieron muy breves intervenciones como un escita, un ministro y una mujer griega.

 

Diego Fasolis dirigió brillantemente al conjunto de musical historicista I Barocchisti, que fue reforzado por miembros de la Camerata Salzburg para lograr el sonido requerido por la partitura.

 

Salí de la función diferente de como entré, lo que “debe” pasar siempre después que se asiste a una ópera. Puedo atreverme a decir que no había visto hasta la fecha una producción tan fea, aunque puedo decir también que es la mejor producción posible para esta ópera.

 

© de las fotografías, Salzburg Festspiele, Monika Rittershaus 

 
 

© Luis Gutiérrez R.

Fidelio en Salzburgo


Fidelio en Salzburgo, 16 de agosto de 2015.
 

Fidelio es una ópera con la que normalmente enfrento problemas. Su forma de singspiel en la que se mezclan temas pedestres con importantes no la hace muy atractiva, especialmente en la primera mitad del primer acto. En lo que sigue la magistral música de Beethoven logra rescatar un argumento bastante flojito. Debo decir que, en mi opinión, el compositor no brilla por su música escénica en general, como lo demuestra el interminable final de la ópera, que no puede resolver como lo hace con sus obras de música abstracta.
 

El director de escena, Claus Guth, decidió eliminar los diálogos e inventar dos personajes nuevos, llamados las sombras de Leonore y Pizarro. La de Leonore estará en el escenario prácticamente durante toda la ópera, diciéndonos por señas, los sentimientos de Leonore; no entendí que hizo la de Pizarro.
 
 


Adrianne Pieczonka y su sombra
© Monika Ritershaus

La escenografía, diseñada por Christian Schmidt, es un gran espacio triangular en el que un gran bloque negro, parecido al que aparece en los momentos cruciales del film de Stanley Kubrick 2001: A Space Odissey, sube, baja o gira, siguiendo, generalmente hablando, el orden de los números musicales. Mismos números que salen de la nada en muchas ocasiones y que quedan más desnudos de significado de haber sido introducidos por los diálogos que no le gustaron a Guth. El vestuario, también diseñado por Schmidt es contemporáneo. El diseño de iluminación de Olaf Freese es congruente con el sentido (o sinsentido) de la producción. El señor Guth tuvo a bien llenar los espacios de los movimientos del paralelepípedo negro y las ausencias de diálogos con ruidos, “diseñados” por Torsten Ottersberg, que incluían murmullos, jadeos, gritos, arrastre de cadenas e incluso un sonido muy agudo parecido al de la música de Ligeti usada en la película de Kubrick.


 

Como era de esperarse, la primera escena del segundo acto se desarrolla sin el bloque  negro, pues este se retira para dejar un espacio que asemeja una fosa funeraria, que Rocco y Fidelio asemejan excavar. En la escena final Don Fernando entra a escena, pero el coro sólo se oye atrás de las paredes que limitaron la escena y, por supuesto, evitando la presencia feliz de la multitud que alaba a Leonore y Florestan.

 

Desde el punto de vista musical, la interpretación estuvo mucho mejor. Jonas Kaufmann fue un grandioso Florestan tanto vocal como actoralmente –no estoy seguro, pero entendí que Florestan muere al final de la ópera en esta producción.
 

Jonas Kaufmann
© Monika Ritershaus

Adrianne Pieczonka fue una adecuada Leonore – es probablemente que si no hubiera tenido sombra, lo hubiera hecho mejor–, Tomasz Konieczny cantó un buen Pizarro, aunque incapaz de lograr la maldad que representa, Hans–Peter König como Rocco, Olga Bezsmertna como Marzelline, Norbert Ernst como Jaquino y Sebastian Holecek como Don Fernando son muy buenos cantantes que, seguramente tendrían mejor desempeño, que no fue malo, en otra producción.

 

Brillaron Daniel Lökös y Jens Musger como los dos prisioneros. La Asociación de Concierto del Coro de la Ópera de Viena tuvo un desempeño espectacular tanto en el coro de los prisioneros como en el coro final.

 

Rara vez escribo una reseña tan desbalanceada como la presente – es decir mucho más sobre la producción, puesta en escena dicen los exquisitos, que sobre el desempeño musical–, lo hice esta vez conscientemente dado que pocas veces he visto una ópera tan deformada que estoy convencido de que alguien que desconozca esta ópera lo hace acudiendo a esta producción, no tendrá idea de lo que es Fidelio al terminar la función.

 

No obstante lo anterior, el enorme precio pagado para asistir a esta función tuvo su retribución cuando, entre las dos escenas del segundo acto, Franz–Welser Möst y la Orquesta Filarmónica de Viena inundaron el Grosses Festpielhaus con una interpretación inolvidable de la obertura Leonora III. Aún en este momento en que escribo esta reseña siento que los vellos de mis brazos se erizan de emoción al recordar esa interpretación. Ojalá pueda oír en lo que me resta de vida, tres o cuatro interpretaciones como la que oí hoy. Fue Beethoven en su máxima emoción, pasión y perfección.

 

© Luis Gutiérrez R

Tchaikovsky y Brahms


La Orquesta Filarmónica de Viena y sus compositores, 16 de agosto de 2015.


La Orquesta Filarmónica de Viena escogió como tema para sus conciertos del Festival de Salzburgo de 2015 y 2016 la interpretación de obras estrenadas por esta organización. Este año se escogieron obras de Bohuslav Martinů, Anton Bruckner, Pyotr I. Tchaikovsky, Johannes Brahms, Gustav Mahler y Franz Schmidt.

 

En el concierto a que me refiero se interpretaron dos obras en Re mayor, el Concierto para violín y orquesta, Opus 35 de Tchaikovsky y la Segunda Sinfonía, Opus 73 de Brahms. La primera se estrenó el 4 de diciembre de 1881 por Adolph Bronsky al violín y la segunda el 30 de de diciembre de 1877, bajo la dirección de Hans Richter en ambos casos. En esta ocasión Riccardo Muti dirigió y Anne–Sophie Mutter fue la solista del concierto de Tchaikovsky.

 

Confieso que el concierto de violín es uno de mis placeres culposos. ¿Por qué culposos? Porque hay exquisitos que piensan que carece de suficiente intelectualidad para ser buena música, o bien como exclamaba Eduard Hanslick, olía demasiado eslavo, de hecho, los momentos más eslavos de Tchaikovsky son los que más me interesan y gustan. En mi opinión, pocas obras de este género contienen tantas melodías tratadas con un Romanticismo extremo, es decir exaltando los sentimientos al máximo posible. Eso sucede durante el primer movimiento cuando el violín calla en dos ocasiones para que la orquesta interprete una melodía sencillamente inolvidable. Después de estos dos exabruptos sentimentales, el violín solo, más bien la maravilla de solista que es la señora Mutter hizo gala de su interpretación de temas difíciles al lograr momentos tan piano, que si un alfiler hubiera caído en el piso del Grosses Festpielhaus hubiera tenido el efecto de una campanada. Creo que hasta los asmáticos dejaron de respirar en estos momentos. La Canzonetta del segundo movimiento pasó y dio lugar al momento de más pasión del concierto, el allegro vivacissimo del tercer movimiento, en el que las cuerdas del violín de la señora Mutter se veían al rojo blanco, y hasta soltando algo del humo pasional que la virtuosa imprimió a su instrumento. Al finalizar, el público aplaudió poseído aún por la perfección y pasión que comunicó la gran Anne–Sophie.
 
 

 

Después del intermedio la Orquesta y Muti nos dieron una hermosa interpretación de la segunda sinfonía de Brahms, probablemente con música de más calidad que la del ruso. También fue recibida con un gran aplauso por el público que, sin embargo, había terminado exhausto después de la demostración de la Mutter.  

domingo, 23 de agosto de 2015

Le nozze di Figaro en Salzburgo (funciones del 15 y 18 de agosto de 2015)


La Condesa está triste, ¿qué tendrá la Condesa?


El festival de Salzburgo terminó la presentación de un nuevo ciclo de las tres obras maestras en las que colaboraron Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo Da Ponte entre 2013 (Così fan tutte), 2014 (Don Giovanni) y 2015 (Le nozze di Figaro), dirigidas escénicamente por Sven – Eric Bechtolf; contra lo usual, el equipo de diseñadores de escenografía –Alex Eales–, vestuario –Mark Bouman–, e iluminación –Friedrich Rom–, fue distinto en la última de las óperas.

 

El primer acto se desarrolla en un escenario dividido en dos niveles, en el inferior se encuentra la habitación de Figaro y Susanna, flanqueada por las áreas de la higiene de los señores. En el nivel superior se ve la habitación de Susanna al extremo a la derecha y un gran corredor que comunica las habitaciones de los señores y que muestra una escalera que lleva, claramente, al nivel de la habitación del valet del Conde, en este caso el chofer, y de la doncella de la Condesa. Dos de los conceptos personales del director son la ausencia de Cherubino durante “Non più andrai farfallone amoroso”, pues Almaviva lo saca de inmediato de la estancia de los sirvientes, y la presentación de un Basilio pedófilo, a quien la sola presencia de Cherubino hace tener reacciones orgásmicas. Eso, además de presentar cierto voyerismo al tratar de ver por la cerradura de la puerta, el cambio de atuendo de Susanna cuando la Condesa la llama.  

 
© Salzburger Festspiele / Ruth Walz
 
 
La acción se desarrolla más de tres años después del final de Il barbiere di Siviglia, pese a que la soprano que encarna a la Condesa es una mujer muy joven, por ello es posible que hayan pasado unos ocho años, esto es fácil de deducir durante el segundo acto, desarrollado en la habitación lujosa de Rosina di Almaviva, en el que se observa almacenado en el techo un carrito de bebé, que podría indicar la falta de uno o dos niños perdidos entre el matrimonio y el momento actual. Bechtolf también hace que la Condesa cojee notablemente a lo largo de toda la ópera, bien por haber tenido problemas con el nacimiento, o por haber sido lesionada en un arranque violento del Conde, quien de hecho la arroja al piso violentamente al acusarla de infiel en el segundo acto.

 


© Salzburger Festspiele / Ruth Walz

Bechtolf enfatiza el conflicto social entre la nobleza y la servidumbre al ubicar la boda en el refectorio de los criados, colocado al lado de la cocina y la cava. De hecho, todo el tercer acto se lleva en este gran espacio, dividido en cuatro áreas: a la derecha del escenario, la cocina y la cava divididas horizontalmente en dos áreas de la misma altura, y a la izquierda, también dispuestos horizontalmente aunque el refectorio es muy alto, y un pasadizo angosto por el que el Conde y Antonio irán a buscar a Cherubino, supuestamente escondido en la estancia de Barbarina. La escena de seducción se lleva a cabo en la cava, a la que bajará la Condesa a buscar su traje de novia para usarlo en el cuarto acto. El refectorio es realmente un salón multiusos en el que se escenifican el sexteto, el dueto de la carta y la boda. Es después del dueto de la carta cuando Barbarina llega a presentar sus respetos con las chicas del castillo, con Cherubino disfrazado como una. En este punto interviene el Conde tratando, otra vez, castigar al paje, cuando Barbarina se presenta como una chica hiperactiva que no necesita drogarse, nada la cantidad de hormonas que su pre-adolescencia produce. Por supuesto, el chantaje al Conde es más obvio que nunca.

 

El cuarto acto se ubica en un invernadero, o solario –obsesión de Bechtolf– en el que los diseñadores de escenografía, vestuario e iluminación logran un trabajo convincente. La Condesa aparece con su vestido de novia –el que rescató de un armario de la cava– y Susanna con un traje de montar de la Condesa que estuvo a la vista durante todo el segundo acto. Un punto muy interesante fue la personificación de la Condesa por parte de su doncella quien imita el defecto al andar. Al final, el Conde pide el perdón que la Condesa graciosamente otorga, pero sin evitar, aún sonriendo, el rostro de tristeza que exhibió durante toda la ópera.
 

© Salzburger Festspiele / Ruth Walz

Hay que decir que el equipo creativo realizó un buen trabajo en esta producción no tradicional, pues aunque la mantiene en Sevilla, la ubica en los 1920’s, en mi opinión sin agregar nada al original, y si haciendo menos formidable la figura de Figaro. Bechtolf logró presentar los tres temas principales: el conflicto de clases más que los otros, el erotismo, aunque desplazándolo demasiado a Basilio y el perdón. El problema es que en este caso no llego a esa felicidad que esta ópera “siempre” proporciona, quizá debido a la tristeza de la Condesa, a quién le va mejor la “canción desesperada” de Neruda que el glorioso “Più docile io sono e dico di sì”.




© Salzburger Festspiele / Ruth Walz

El barítono checo Adam Plachetka interpretó un muy buen Figaro con voz hermosa, aunque prefiero un basso cantante en este papel. El no tener presente a Cherubino en el primer acto hizo, o al menos me lo pareció, que el “Non più andrai” fuese tan brillante como lo espero, pero logró un muy buen resultado al romper la cuarta pared en su aria del cuarto acto. El cantante es muy joven por lo que espero que su ejecución actoral mejore
considerablemente en un futuro cercano.

 

 
 

Adam Plachetka, Martina Janková, Anett Fritsch, Luca Pisaroni, Ann Murray y Carlos Chausson  

© Salzburger Festspiele / Ruth Walz

 
Martina Janková fue no sólo una espléndida Susanna tanto vocal como en su actuación, también fue indudablemente la estrella de la producción. Sus dos arias fueron estupendas destacando por su hermosa voz e intención erótica en “Deh, vieni, non tardar, o gioia bella”, y su intervención en todos los números de conjunto –en mi opinión éste es uno de los papeles más demandantes del género operístico– fue brillantísima. La imitación del cojeo de la Condesa fue hilarante y las cachetadas y paradas que varias veces dio a su novio fueron convincentes.

 

Luca Pisaroni es uno de mis bajos cantantes favoritos y últimamente ha empezado a cantar el papel de Almaviva. Por supuesto que lo hace bien, pero espero volver a verlo como Figaro y no como el Conde. Probablemente la asignación de caracteres hubiera sido vocalmente mejor intercambiando los del bajo y el barítono. Pisaroni ya es un actor consumado y lo mostró en esta producción.



La joven soprano alemana Anett Fritsch actuó una excelente Condesa cojeando todo el tiempo, pero reflejando su tristeza permanente en su cantar. Todavía me pregunto si “Porgi amor” y “Dove sono” se referían al abandono del Conde o a otro abandono. Creo que en el caso de esta cantante veremos actuaciones mucho más sólidas en un futuro. Es posible que aún sea demasiado joven para lograr entender la dramaturgia musical de una Rosina abandonada por su esposo, o por sus hijos muertos.

 

La muy joven rusa Margarita Gritskova tiene una magnífica presencia escénica y una bella, pero genérica, voz de mezzosoprano. Cantó muy bien sus dos arias, pero le faltó esa carga de erotismo que tienen sus recitativos, especialmente el que precede a “Non so più cosa son cosa faccio”, “Felice te, che puoi vederla quando vuoi, che la vesti il mattino, che la sera la spogli, che le metti le spilloni, i merletti...”. Si este recitativo es bien interpretado conocemos el estado de explosión de hormonas del joven paje, si no, sólo oiremos un buen cantar, aunque la ópera va mucho más allá del canto.

 
Anett Fritsch, Margarita Griskova y Martina Janková
© Salzburger Festspiele / Ruth Walz

 
 

En muchas ocasiones Bartolo en un papel secundario. Carlos Chausson logró que no lo fuese en esta ocasión. La forma en que cantó “La vendetta”, así como su actuación en el sexteto y durante la boda fueron excepcionales. Su pareja también fue de antología pues Ann Murray como Marcellina, sin cantar su aria como lo esperaba dado que se trata de una función de Figaro en el Festival de Salzburgo, logró que con su interpretación todas las miradas se fijaran en ella. Durante el cuarto acto, llega a consolar a su hijo en el mejor estado alcohólico posible, es decir aquel que nos permite hablar más o menos coherentemente, pero que nos obliga apoyarnos en un mueble.  

 

El resto del reparto fue adecuadamente interpretado por Paul Schweinester como Basilio, Franz Supper como Don Curzio, Christina Gansch, miembro del proyecto de jóvenes cantantes del Festival, como la hiperactiva Barbarina y Erik Anstine como Antonio.

 

El director musical Dan Ettinger dirigió ese instrumento musical maravilloso es que la Orquesta Filarmónica de Viena. Aunque en momentos “tapó” a los cantantes, sus tempi fueron de mi agrado, aunque haya quienes todavía viven la época romántica de las óperas de Mozart. El coro de la asociación de conciertos de la Ópera de Viena manejó con acierto y facilidad sus dos pequeñas intervenciones.



© Luis Gutiérrez