No conocí a Rafael Solana pero me hubiera gustado ser su amigo; no sólo para disfrutar el conversar de nuestras coincidencias y disidencias sobre los méritos o deméritos de una función de ópera durante una reposada y larga cena que nos sirviera para asimilar la adrenalina, que, aunque no lo crean los cantantes, algunos de los que asistimos a la ópera, también la producimos en cantidades ingentes, sino también por calificar entre aquéllos a quienes regaló esta obra en las fiestas decembrinas de 1962.
El título del libro es exacto ya que no se limita a las óperas
de Verdi, pues incluye el “Inno de le le nazioni”, compuesto para la Exhibición
Internacional de Londres de 1862; la Messa da Requiem para su admirado Manzoni,
cuya novela “I promessi sposi” veneraba; las “Quatro pezzi sacri” estrenadas en
París en 1898; y su cuarteto de cuerdas compuesto en 1873, pieza que hoy día no
sólo no se escucha, sino que es prácticamente desconocido. El análisis inteligente
de la obra de Verdi le permite ir tejiendo una biografía concisa del
compositor; en su nacimiento elabora acerca de la fecha que hasta el propio
Verdi confundía; narra con simpatía hacia el músico sus años de mayores
desgracias, que incluyen la muerte de su primera esposa, Margherita Barezzi y
sus dos hijos, así como el fracaso estrepitoso de “Un giorno di regno”.
Un aspecto muy interesante del libro es el permitirnos
ver los gustos y preferencias del público de mediados del siglo pasado, así como
el acercamiento que a la ópera tenían los aficionados, unos más letrados que otros,
comparándolos con los de nuestros días. Hay cosas que no han cambiado, “Les
Vêpres Siciliennes” continúan siendo una rareza en nuestros días en el mundo, y
no sólo en México. “Rigoletto”, “Il trovatore” y “La traviata” siguen siendo
sus más populares obras en México y también en el mundo; tan sólo de la última,
“la extraviada”, este mayo tuvimos producciones en León y Puebla, y otra a
piano en Chilpancingo, y tendremos aquí en el Palacio de Bellas Artes “Il
trovatore” y “Rigoletto” más tarde este mismo año. Coincido con Rafael Solana,
como gran parte de los que nos consideramos letrados en esto de la ópera, en
que sus dos óperas finales, “Otello” y “Falstaff” son la culminación de su
carrera. Perdón por la digresión pero aún recuerdo que una señora encopetada me
comentó hace años en una función de “Falstaff” que le aburría pues “es una
ópera sin arias”.
Solana clasifica las óperas de Verdi en cuatro fases muy
distintas entre sí: de “Oberto” a “Luisa Miller”, época a la que Verdi se
refería como sus años en la prisión, pues tenía que producir una ópera al año,
para obtener el pan con mantequilla y hacerse de un buen nombre; Solana destaca
de este período, aunque con poco entusiasmo, a “Macbeth” y, con mucho
entusiasmo, a “Luisa Miller”, la que como en cualquier clasificación
arbitraria, en mi opinión, se encuentra en la frontera y podría haberse
incluido en el llamado período intermedio, o popular, que incluye a “Rigoletto”,
“Il trovatore” y “La traviata”. De hecho, me intriga por qué destaca Solana a “Macbeth”
y a “Luisa Miller”. En mi opinión, “Macbeth” es mucho más que el antecedente shakespeariano
de “Falstaff” y del siempre deseado pero jamás realizado “Rey Lear”; es una
ópera excepcional dentro del período en la galera que se limitaría al “Va
pensiero”, en tanto que tengo la impresión que “Luisa Miller” era mucho más
popular entonces que antes. En México se presentó en forma de concierto, por
cierto con el maestro Fernando de la Mora como Rodolfo, hace trece años.
Solana escribe “Verdi es un gigante, el más grande músico
de su país, y uno de los mayores de su siglo; y no es ajena a esa popularidad,
esa vulgaridad en que a veces incurrió, y que le permitió acercarse a los
grandes conjuntos, a las gentes que no son más letradas, ni las de mejor gusto,
pero que forman el cuerpo de los pueblos”. Cierto “Otello” y “Falstaff” no
tienen, casi, números cerrados “ni arias” y son consideradas dos de las cimas
más altas de la historia de la ópera, pero no tienen esa vulgaridad como las
tres del grupo intermedio. Yo diría que la vulgaridad da paso a una cierta naiveté como le llama Sir Isaiah Berlin.
El autor también da cuenta de la anécdota en la que Verdi dio al primer Duque
de Mantua la partitura de “La donna è mobile” hasta empezada la función, porque
temía que la “quemara”. Tanta razón tenía Verdi que al terminar la función
todos los gondoleros la cantaban, habiendo desechado de inmediato “Di tanti
palpiti” del “Tancredi” de Rossini. Esa vulgaridad es la que hoy, como
entonces, llena un teatro de ópera. Igor Stravinski diría en su momento que
cambiaría toda su obra por “Rigoletto”.
En una de las páginas más deliciosas del libro, ¡cómo me
hubiera gustado conocer a Don Rafael! , compara a Verdi con Wagner y Schönberg haciendo
una analogía aritmética. En el caso de Verdi 4 y 4 son 8 y 8 y 8 son16, y 6 y 2
también son 8 y 12 y 4 también son 16; con Wagner se complica la cosa ya que 17
y 64 son 81 que es la mitad de lo que dan 124 y 34, sí, la mitad de lo que
suman 34 y 128 son 81, que es lo que suman 64 y 17; rebuscado pero todavía
exacto. Ahora un segmente de “Moses und Aron”: si al cuadrado de 2 le agregamos
la raíz cuadrada de 81 tendremos 5 y media veces la mitad de la primera cifra y
una vez la segunda más la mitad de la primera, y si a la raíz cúbica de 125 le
restamos el logaritmo de 199… ya perdimos sencillez e integridad, es inexacto,
queda en el aire, es confuso, inacabado y produce esa sensación de incomodidad,
hasta de angustia, que cierta música moderna provoca a quien la escucha. ¿Está
claro que la música de Verdi cae perfectamente en nuestra zona de confort? Pues
creo que sí, y eso es parte de lo que hace que sus óperas sean muy populares.
Solana toca un aspecto de la ópera que hoy está de moda
por varias razones. En los 1950’s se enfrentaban al dilema kunst versus voce, es decir arte contra voz, que encarnado por
Maria Callas y Renata Tebaldi, cuyos partidarios llegaban a originar broncas de
proporciones mayúsculas. Los partidarios de la Tebaldi, voce d’angelo, sostenían que lo único importante en la ópera era la
voz del o la cantante, quien podía pararse totalmente inmóvil a mitad del
escenario o en una zona más favorable para la acústica, y cautivar al público
con su voz sublime; por otra parte, los partidarios de la Callas exigían que la
cantante “fuera” el personaje, casi al estilo Stanislavsky, aunque su voz no fuera
tan hermosa. Solana no menciona la controversia Callas–Tebaldi, pero elabora al
respecto: menciona que vio una “Forza del destino”, que pocos mexicanos vivos
han visto en escena, de la que no sólo despedaza muy simpáticamente el libreto,
y nos cuenta las dificultades que la soprano y el tenor, ambos de más de 100
kilos, tienen para salir por una ventana. Es conocida la anécdota de Montserrat
Caballé quien al terminar Tosca, no se suicida tirándose de la torre del
castillo de Sant’Angelo, sino que simplemente hizo mutis.
Solana también se refiere al petardo de la premier
mundial de “La traviata”. Inclusive Verdi aceptó el fracaso aunque culpó en
parte a las deficiencias de la interpretación. Es seguro que el público
veneciano ya había visto y aceptado y aplaudido a sopranos robustas, incluida
la primera Violetta, Fanny Salvini–Donatelli, en otros papeles, pero esta vez
había una novedad: no se trataba de encarnar a una heroína imaginaria, que cada
quien pudiese fantasear como quisiese, ni tampoco a personajes históricos que
hubiesen vivido en alguna época remota, y de quienes no se tuviera una idea
precisa; se trataba de una persona de la vida real, contemporánea, quizá
conocida por algunos, porque la Violetta Valéry de Verdi, no es únicamente la
Margarita Gautier de Dumas hijo, sino además María Duplessis que era el nombre
de batalla de Alfonsina Plessis, de quien se decía que “comía lo menos posible,
lo que, combinado con su vida nocturna y de perpetua excitación, precipitó su
consunción, si no fue el origen de ella”, o bien, “frágil, virginal,
espiritual, vaporosa, expresiva de melancolía y de tiernas aspiraciones”. ¿Era
posible convertir en todo esto a una dama de cien kilos? A esto se aúna el que
el argumento no era sencillo de desarrollar en un medio esencialmente burgués
como el que asistía desde entonces a La Fenice.
Todo esto viene a cuento por la importancia que se da hoy
en día a la presencia física de los cantantes. Uno de los factores que han
influido en este sentido son las transmisiones en vivo con alta definición, y
con sonido optimizado y hasta modificado por geniales ingenieros en caso
necesario, “doctored” dicen en inglés, en las que los close-ups dejan ver al
espectador cualquier imperfección en una cantante que sea Helena de Troya en
“Paride ed Elena”, por ejemplo. En días recientes se estrenó una nueva
producción de “Der Rosenkavalier” en Glyndebourne, estamos en año Strauss, y
críticos de cinco influyentes periódicos londinenses maltrataron por escrito a
la mezzosoprano que representó a Ottavian, no por su interpretación musical,
sino por su apariencia física, digamos imperfecta. Esto inició una ola de
disgusto y reprobación, a la que me uno. Sin embargo, y regresando al debate kunst versus voce, me declaro partidario
que en ópera la voz es tan fundamental como lo la credibilidad de los
personajes. Por lo visto, el debate durará siempre que haya ópera, o sea espero
que para siempre.
Se ha mencionado que Verdi fue el enemigo de Wagner, pero
Solana menciona que Verdi no sólo no lo consideraba su enemigo sino que lo
admiraba, lo que no necesariamente significara que comulgaba con su concepto de
la ópera. El autor menciona que Verdi consideraba a Meyerbeer como su rival a
conquistar los escenarios; aunque el alemán de nacimiento y francés por
adopción nunca fue importante en Italia. Es claro que quien ganó en la
rivalidad fue Verdi, cuyas óperas son las más escuchadas tanto en Italia, como
en Alemania y Francia. Y México, agrega Solana citando a Gutierre Tibón, era
tan verdiano como Italia, ¿será que, como muchos han dicho, México es la Italia
de las Américas? Como publicó hace unos años The Economist, compartimos el sol,
una cultura milenaria, gobierno deshonesto las más de las veces, no nos
importan mucho las leyes, incluyendo el derecho a la propiedad intelectual. Un
ejemplo palpable fue el de “Otello”, que estrenada en el Teatro alla Scala el 5
de febrero de 1887, se interpretó en México el 18 de noviembre de 1887, pero
usando una partitura pirata con la orquestación falsificada por un maestro
local. La partitura correcta se estrenó casi un año después, el 17 octubre de
1888.
El libro de Solana no es perfecto; menciona varias veces
que los castrati cantaban los papeles femeninos hasta la época de Rossini,
cuando la realidad es que los castrati cantaban los papeles masculinos en la opera seria italiana, de hecho en época
de Rossini al castrato o mezzosoprano que cantaba papeles masculinos como
Tancredi, por ejemplo, se le llamaba “il musico”. Deduzco del regalo que Solana
dio a sus amigos, que éstos eran bastante cultivados pues hay citas muy largas
de cartas, del propio Verdi y otros, en italiano, francés y alemán. Dado lo que
ha pasado con la educación los últimos cincuenta años, creo que muchos
aficionados actuales a la ópera tendrán dificultades serias para leer esta
maravilla. Ojalá se le pudiese agregar un apéndice con la traducción de esos
textos, que son muy importantes en el entendimiento de este acercamiento a Verdi
y en el fluir del libro.
Solana dice algo muy importante cuando escribe “Verdi no
pensó nunca sino en su música. Jamás tuvo el menor interés por la política;
podría decirse que, por el contrario, siempre tuvo aversión a ella. ¿Cómo
explicar, entonces, que llegase a ser diputado y años más tarde senador del
Reino?” La respuesta es sencilla concluye, porque Cavour, por quien Verdi
sentía una gran admiración, se lo pidió. En varias partes del libro, el autor
elabora sobre las óperas de Verdi como un elemento fundamental del Risorgimento
italiano y llega a la conclusión, con la que concuerdo, que no fue por su
voluntad, sino por adopción del pueblo y de personajes como Cavour y Mazzini.
La relación de Verdi con sus libretistas es otro tema que
Solana toca aquí y allá, probablemente porque él también fue un dramaturgo.
Llega a la conclusión que dicha relación fue muy variable de libretista a
libretista. Piave era su sirviente, admiraba a Cammarano y considera a Boito
como su socio.
En conclusión este “oyendo a verdi”, aunque sea en
minúsculas, es un libro que debe leerse con las mayúsculas bien colocadas.
Todos los leídos y los iletrados de la ópera lo disfrutarán y encontrarán algo
muy importante acerca de Verdi, de la ópera en general, aún del idioma español.
Repito, ojalá hubiese podido ser amigo de Rafael Solana.
Mayo 28 de 2014.
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