Guillaume Tell en el
MET. Octubre 18 de 2016
El
MET estrenó una nueva producción de Guillaume
Tell después de 85 años, y por primera vez en francés. Se trata de una
coproducción con la Ópera Nacional de Holanda.
Pierre
Audi, director de escena, optó por una versión abstracta, muy diferente a la
del estreno absoluto en la Sala Le Peletier de la Opéra de París en 1829. Ahí
reinaba el espectáculo y el lujo y “realismo” de la escenografía y vestuario,
lo que era una de las características
distintivas de la llamada Grand Opéra francesa. Guillaume Tell se desarrolla en el lago Lucerna y sus costas, por
lo que la naturaleza adquiere una gran importancia en la ópera, también característica
del Romanticismo.
La
producción de Audi se concentró en tratar de comunicar el conflicto entre
ocupantes y ocupados en un ambiente totalmente abstracto. La escenografía,
diseñada por George Tsypin, representa los villorrios suizos con estructuras de
madera muy simples, casi infantiles, y la fortaleza de los invasores con estructuras
más sólidas y elaboradas. Un puente elevado de madera representa el lago y la barca
de Tell cuando éste escapa de la fortaleza durante una tormenta para llegar al
otro lado del lago. A lo alto del escenario se colocó una plataforma sobre la
que se encontraba un ciervo, cabeza arriba en los actos de los invadidos y
abajo durante los de los invasores, cuyo significado es claro aunque
innecesario en mi opinión. El vestuario, de Andrea Schmidt–Futterer es aún más
simple. Los suizos, los buenos, visten de blanco, y los invasores, los malos,
de negro. Quien cambia vestuario a lo largo de la ópera es la princesa
Mathilde, quien inicialmente viste un elegante conjunto negro, pasando por rojo
en los actos intermedios y finalmente un sencillo vestido blanco en el acto
final. Esto representa su transcurso de ser miembro del grupo opresor hasta
convertirse, por amor y reacción a la injusticia, en protector y parte del
pueblo oprimido. La iluminación de Jean Kalman fue brillante (no pun intended),
aunque no faltó quien la criticase como plagio de la de Robert Wilson por la
presencia de brillantes tubos en amarillo o rojo, usados muy adecuadamente a lo
largo de la ópera. Un tubo rojo vertical representa el árbol junto al que Jemmy
se para con la manzana sobre su cabeza, misma que el gran tirador de ballesta
hace caer al suelo, como se lo había ordenado Gesler. Otra de las
características de la Gran Opéra es la presencia de un ballet, coreografiado en
esta ocasión por Kim Brandstrup. En el ballet se hace bailar a los suizos
prisioneros, mismos que son humillados por los invasores y, muy especialmente,
por sus compañeras. Es al terminar el ballet que sucede la escena de la
ballesta y la manzana. El ballet es esencialmente decorativo y, en mi opinión,
no agrega nada al drama y alarga innecesariamente una ópera de larga duración.
En
resumen, la producción transmite fiel y claramente el drama. No obstante, una
parte del público abucheó al equipo creativo al esperar más espectáculo que
inteligencia.
El
lado musical fue uniformemente brillante, casi.
Gerald
Finley conoce muy bien el papel de Guillaume Tell y lo cantó con su usual
musicalidad, solidez, belleza y excelente comunicación del drama a través de la música. Marina
Rebeka cantó una princesa Mathilde encantadora, con un manejo perfecto de las roulades y florituras características de
Rossini, adornando con su belleza vocal, y personal, el escenario del MET, y
también trasmitiendo el drama con su actuación y a través de la música. El
villano Gesler fue personificado ejemplarmente por el experimentado John
Relyea, comunicando la maldad de su personaje a través de su voz.
Por
otra parte, el tenor americano Bryan Hymel interpretó a Arnold. Su voz nasal
fue deteriorándose a lo largo de la ópera, lo mismo que sucedió con su francés.
Al llegar a su momento vocal culminante, ‘Asile héréditaire’, su francés era ya
muy malo, el volumen de la voz la mitad del inicio de la ópera y sus agudos
bastante deficientes. Lo siento por aquéllos cuyo interés radica en las notas
altas de los cantantes; esta vez los do sobreagudos brillaron por su opacidad.
Es una lástima que un gran Arnold se encontrara en la casa, pero sentado entre
el público.
Del
resto del reparto sobresalió la Jemmy de Janai Brugger. MicheleAngelini
(Ruodi), Maria Zifchak (Hedwige), Kwangchul Youn (Melchtal), Michael Todd
Simpson (Leuthold), Sean Pannikar (Rodolphe), Ross Benoliel (Un cazador) y
Marco Spotti (Walter Furst) lograron una actuación destacada.
El
Coro del MET, preparado por su maestro titular Donald Palumbo, tuvo una
actuación destacadísima, algo muy importante en la que presencia del coro es
fundamental en el desarrollo dramático y musical, y cuya importancia también es
una característica de la Gran Opéra francesa.
Aunque
los cantantes tuvieron una gran función, la estrella de la noche fue el
director concertador. Fabio Luisi interpretó la obertura colosal de esta ópera,
que no sólo da información sobre lo que pasará en la obra: malestar de los oprimidos
comunicado formidablemente por el solo de violonchelo de Jerry Grossman,
temporal ilustrado por metales y percusiones, indiferencia de la clase
dominante que deja ver el hermosísimo diálogo entre flauta y oboe, para
terminar con el triunfo de los oprimidos a quienes el clarín guerrero llama a
combatir. La labor exquisita de Luisi y la Orquesta del MET no terminó ahí,
pues continuó am lo largo de toda la ópera. No me cabe duda que hoy día Fabio
Luisi y la Orquesta y Coro del MET pertenecen al grupo de los grandes de la
ópera en el mundo.
Al
final de la ópera el público ovacionó merecidamente a los artistas, a lo que me
uní entusiastamente. Los abucheos al equipo creativo son parte habitual, unas
veces por auténtico desacuerdo y otras por simple deporte.
Esta ópera confirma mi creencia de que un Rossini al mes es garantía de buena salud y felicidad.
©
Luis Gutierrez