Le nozze di Figaro en el
MET. Diciembre 23, 2017
Luca Pisaroni y Christiane Karg
Tuve
la oportunidad de asistir a esta función y me considero afortunado por ello.
La
producción de Sir Richard Eyre se estrenó en septiembre 2014, se repuso en la
temporada 2015–2016 y vuelve a reponerse esta temporada.
Cuando
se programó esta reposición, supongo que hace uno o dos años, nadie preveía el
escándalo de abuso y acoso sexual de algunos poderosos en contra de cantantes,
músicos, actrices, etcétera. Es más, nadie se imaginaba en el MET que quien
fuese su director artístico por muchos años, se convirtiera en el protagonista
de uno de los casos más comentados. A diferencia de Le nozze di Figaro en donde la música es el medio que transmite las
emociones, estados de ánimo y pensamientos, y en la que se presenta el triunfo
apabullante de Susanna y Rosina sobre Figaro y Rosina, por supuesto seguido por
el perdón ofrecido por ellas y aceptado por ellos, la historia profundamente
malvada de quienes resulten culpables de estos escándalos, estará inmersa en
cacofonía mediática, y legal por supuesto, y no se resolverá en escenas de
perdón.
La
producción no es especialmente interesante, menos que las dos anteriores en
esta misma casa, la de Jean–Pierre Ponnelle –una de mis producciones favoritas
de cualquier ópera– y aún que la de Jonathan Miller. La acción se traslada a
España antes de la guerra civil, el vestuario así lo indica. El escenario
representa un enorme Castillo de Aguasfrescas con tres cilindros enormes que
rotan entre acto y acto. Estos elementos de escenografía, diseñados por Rob
Howell, que también lo hizo con el vestuario, ya es un cliché de las producciones de Eyre. La iluminación, de Paule
Constable, es buena y congruente con las ideas de Eyre. El cuarto acto
representa un jardín de un pino –sí, uno solo, no importa que en el dueto de la
Condesa y Susanna se mencionen en plural–, eso sí con una “casita del árbol”
que daría envidia a Hansel y Gretel. En este acto la luz cayó a raudales
exigiendo al público un gran esfuerzo para suspender la verosimilitud de la
escena, con la adición de la diferencia de cuerpos –como de treinta centímetros
en varias dimensiones– de las dos sopranos, que confunden a los otros
personajes de la comedia, y al público, en lo referente a sus personalidades.
La única producción exitosa en este sentido que he visto, es la dirigida por
Giorgio Strehler con Lucia Popp y Gundula Janowitz. Como dijo algún colega, el
escenario, en el que se desarrollan las dos escenas del tercer acto, sugiere La última cena de Da Vinci.
Luca
Pisaroni ya se ha convertido en el Conde de Almaviva del momento y Adam
Plachetka ya es un muy buen Figaro, aunque yo creo que la asignación de
personajes trabajaría mejor si los papeles se invirtieran.
Rachel
Willis-Sørensen personificó una gran Condesa, especialmente en “Dove sono”.
Tengo que mencionar en este punto que detesto el cambio de orden de los números
del tercer acto: aria Conde–sexteto–aria Condesa; anteponiendo el aria de la
Condesa al sexteto con base en las ideas de algún productor inglés de los
1960s. Hoy día, este cambio sólo se hace en los países anglosajones. Por alguna
razón Mozart colocó los números en un orden determinado. Serena Malfi cantó con
seguridad y belleza sus dos arias, aunque he de decir que en escena le “faltó
testosterona”. La joven Hyesang encarnó una simpática y bien cantada Barbarina,
Por suerte no nos dieron dos “damas de honor” –Da Ponte exige ocho y dice qué
hace cada una–, a cambio Barbarina y Cherubino cantaron estupendamente los
versos que preceden la boda. “Amanti costanti” que en realidad son el kernel
del libreto.
En
2006 vi en Salzburgo a una joven soprano que hizo los papeles de Melia en Apollo et Hyacintus y el Espíritu
mundano en Der Schuldigkeit des ersten
Gebots. La joven soprano alemana Christiane Karg, tenía 26 años y estudiaba
en la Universität Mozarteum, donde se graduó en 2008. Desde entonces supe que
la vería en un futuro no muy lejano una gran Susanna, y así fue. El papel es
muy demandante, no sólo porque está en el escenario prácticamente toda la obra,
sino porque tiene dos arias y participa en todos los números de conjunto,
liderando estos la mayor parte del tiempo. Al oírla cantar “Deh vieni non
tardar” recordé a Massimo Milla quien escribió que, si los censores entendieran
de algo, deberían prohibir el aria por su seducción erótica, en vez de cortar
la aparición de una “nalguita” (sic) en una escena. Además de su ejecución
vocal, es una actriz consumada. Ella sí sedujo a Almaviva sólo con cruzar una
pierna. Sí hay algunas mujeres que sólo con eso seducen.
Maurizo
Muraro fue un excelente Bartolo, Katarina Leoson no tuvo problemas como
Marcellina, y Robert McPherson, Paul Corona y Scott Scully hicieron unos
correctos Basilio, Antonio y Curzio respectivamente.
Harry
Bicket, a quien yo sólo conocía concertando óperas barrocas tuvo una brillante
una función con tempi bastante
adecuados. La Orquesta y el Coro del MET tuvieron, como muchas veces, una
espléndida interpretación.
En
el continuo, David Heiss estuvo excelente en el violonchelo, en tanto que Linda
Hall tuvo un desempeño estándar, aunque aburrido en momentos. ¿Habrá alguna vez
que vuelva a oír a Nicolau de Figueiredo en esta ópera?
©
Luis Gutiérrez
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