L’elisir
d’amore en Bellas Artes, 19 de febrero 2015.
César
Piña presentó originalmente esta producción en 2004. La escenografía (sin
crédito en el programa), consiste en la imitación de un teatro a escala como
con el que muchos niños jugábamos el siglo pasado, con base en bastidores que
le dan profundidad a la escenario y permiten describir ingenuamente los lugares
en los que se desarrolla cada escena; en dos ocasiones, una en cada acto, hubo
un toque de virtuosismo al presentar dos bastidores engalanados con una trompe d’oeil, profundizando así el área
cerca al proscenio. El vestuario de época pudo haber sido el original, pues el INBA es quien tiene el crédito. La
iluminación, a cargo de Rafael Mendoza, no fue lo luminosa (no pun intended) en
la parte izquierda del escenario; si se hubieran usado bastidores que
recordasen los de celofán de colores hubiera existido una mayor coherencia con
el diseño de la producción.
El
concepto del director de escena esta vez, como el de hace once años, consistió
en seguir literalmente la acción como la ordena el libreto. Por desgracia,
insistió excesivamente en la comicidad obvia y ramplona que muy pocas veces
arrancó risas discretas del público. La gran desventaja es que los intérpretes
tuvieron que concentrarse en la farsa y no en la maravillosa música que
Donizetti compuso para esta comedia.
La
gran diferencia contra la presentación de hace once años fue la calidad de los
cantantes, especialmente el Nemorino de Ramón Vargas quien entonces “era el
Nemorino” en todos los teatro del mundo. Víctor Hernández no pudo lograr una
actuación arriba de lo mediocre. De hecho lo que salvó “Una furtiva lágrima”
esta noche fue el obbligato de fagot interpretado espléndidamente por David
Ball Condit en el foso.
La
soprano Patricia Santos, recientemente graduada del Estudio de Ópera Bellas
Artes tuvo una buena interpretación vocal; como actriz tiene aún un largo
camino por delante. Tuve la impresión que ni ella ni Víctor transmitieron al
público la evolución de sus personajes, que en pocas óperas es tan patente.
El
barítono Alberto Barrón tuvo una buena interpretación vocal y como actor. Por
cierto, tengo que mencionar que los soldados de su pelotón permanecieron
excesivamente sobre el escenario; por alguna razón arcana con uniformes y las
banderas eran francesas. Es probable que los soldados hayan estado mucho tiempo
en escena porque, por alguna razón, ellos son los que anunciaron la llegada de
Dulcamara, con un trompetista que mejor se hubiera quedado tras bambalinas dada
la tremenda desafinación, que percibió todo el público.
Quien
tuvo la mejor actuación en todos los sentidos fue el bajo Noé Colín como
Dulcamara; tiene una gran experiencia internacional en teatros de calidad
razonable y domina totalmente el papel del merolico.
La
mezzosoprano Gabriela Flores, miembro del Estudio de Ópera de Bellas Artes por
segundo año, tuvo actuación discreta en su papel secundario, probablemente
porque Giannetta es soprano. He visto y oído en grabaciones sólo sopranos y esa
chica es una real mezzosoprano, que ojalá siga su desarrollo en esta cuerda.
Juan
Carlos Lomónaco tuvo un muy trabajo llevando a buen puerto a los solistas, y al
Coro y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes.
En resumen, este elíxir estuvo muy lejos de ser un Bordeaux de calidad.
No puede pedirse madurez a un vino joven aún en barricas. Degustarlo por neófitos y conocedores fue la pretensión anunciada con anticipación. La opinión de un catador experto como el autor de la nota es digna de tomarse en cuenta.
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