Iphigénie
en Tauride
en Salzburgo. 19 de agosto de 2015.
Es
imposible acercarse a esta ópera sin considerar algunas de las
características de la tragedia de Eurípides en la que su libreto se basa, así
como en la trágica historia de los hijos de Atreo.
Ifigenia
fue escogida para que su padre, Agamenón, la sacrificase contra la voluntad
manifiesta de Clitemnestra y así apaciguar la ira de Artemisa (Diana) quien
había castigado a la flota griega inmovilizándola en Áulide. Para resolver la
tragedia, Artemisa actúa como “dea ex machina” y salva a la joven llevándola a
Táuride (la actual Crimea) habitada por los escitas, un pueblo salvaje y
sangriento, que incluía los sacrificios humanos en su culto divino.
Es
posible encontrar en este momento el fermento de dos conflictos; Ifigenia no
puede amar a su padre, quien estaba dispuesto a matar a cambio de lograr el
“bien común” y Clitemnestra llega a odiar a su esposo por arrancarle a su hija
mayor.
Como
sabemos, los argivos regresan diez años después triunfantes de Troya. Agamenón
se encuentra con la noticia, no tan sorpresiva, que su esposa decidió hacerse
de un amante, Egisto, que no respeta a los otros hijos del rey de Micenas,
Orestes, Electra y Crisotemis. Ante la furia de Agamenón, Egisto y Clitemnestra
lo asesinan, desatando un baño de sangre cuando Electra logra convencer a su
hermano de matar a su madre y su amante. Las Furias y el espectro de
Clitemnestra persiguen a Orestes, figurando así el cargar con la culpa del
matricidio que cometió.
El
caldo de cultivo formado por el ambiente salvaje de los escitas, el aislamiento
y rencor de Ifigenia, y la culpa que persigue al matricida Orestes, no puede
desarrollarse escénicamente en un ambiente similar del que disfrutaban nuestros
abuelos cuando iban a la ópera, muy parecido ciertamente al presentado por Hollywood
en las películas cuyo tema se refiere a “la antigüedad clásica”.
En
mi opinión es totalmente válido el transportar la acción a nuestros días, bien
sea en la Crimea recientemente invadida o en cualquier otro lugar del mundo.
Por otro lado, matricidio, culpa y desamor nunca han escaseado en la historia
de la humanidad.
Escribí
(y sobre todo pensé) esta introducción para saber la razón por la que los
productores Moshe Leiser y Patrice Caurier decidieron crear este ambiente
opresivo y feo para escenificar esta ópera de Gluck, que en mi opinión es su
obra maestra. Christian Fenouillat diseñó la escenografía, esencialmente un
espacio en el que se incluye el dormitorio de las sacerdotisas –unas camas
desnudas– y el ara de sacrificios, un cuadrado de hule sobre el que se parará
la víctima para que Ifigenia la degüelle con una tosca daga, una pantalla de
papel café situada al fondo del escenario y unas pequeñas trampas que se
abrirán cuando aparezcan las Furias, acompañadas por el fantasma de
Clitemnestra, acosando al matricida en
la cuarta escena del segundo acto. El vestuario, diseñado por Agostino Cavalca
no incluye ni peplos ni cascos con crines de caballo, es similar al que podría
encontrarse en una cárcel de mujeres o en un regimiento paramilitar en campaña.
La iluminación de Christophe Forey es virtuosa durante el acoso de las Furias y
logra dar el movimiento necesario a una producción tan sencilla.
La
interpretación musical fue, sencillamente, gloriosa. Cecilia Bartoli, cantante
que divide violentamente al universo operístico en seguidores y detractores,
logró una enorme personificación vocal de la sacerdotisa. Destacó en los
cuatros momentos en los que Iphigénie debe hacerlo, al inicio de la ópera en la
que la obertura es sustituida por una tormenta física y personal, durante lo
que fue el momento musical culminante de la función, la gran aria “Ô
malheureuse Iphigénie!” –cuya música se basa en un aria de Sesto de La clemenza di Tito del mismo Gluck–,
durante su aria del cuarto acto “Je t’implore et je tremble” seguido del
sacrificio fallido de Orest en el que sus cualidades actorales y vocales se
hacen una sola.
Christopher
Maltman fue un estupendo Orest, probablemente el mejor que he visto. Su gran
prueba son la tercera y cuarta escenas del segundo acto en el que canta una de
las mejores arias que haya compuesto Gluck, al caracterizar la locura a la que
lo está acercando su sentimiento de culpa, “Le calme rentre dans mon coeur” y
que será rematado por el acoso de las Furias y la aparición del fantasma de su
madre, “Vengeons et la nature et les Dieux”.
Pylade
es el personaje anacrónico de la ópera pues no tiene antecedente en las
tragedias. Es el amigo sincero y compañero de lucha de Orest, su intento de dar
su vida a cambio de la del amigo y el consiguiente desengaño por no lograrlo
son hermosos, aunque anormales, aún hoy día. Rolando Villazón le dio una vida
muy especial y apasionada al personaje como actor y, sobre todo, como cantante.
Sus arias son muy diferentes y logró dar a cada una el sentido músico–dramático
requerido por texto y partitura. El aria final del tercer acto “Divinitè des
grandes âmes” es probablemente la que más demandas vocales impone al papel, y
Villazón la manejó con gran belleza – concepto subjetivo–, y con la entonación,
dinámica y tempo indicados por la partitura –conceptos objetivos.
Michael
Kraus tuvo un desempeño a la altura del reparto, imprimiendo lo amenazante a su
música como lo requiere la parte. Diana fue, citando a un crítico alemán, el
contrapunto escénico al resto de la producción; Rebeca Olvera, quien la
interpretó, llegó del fondo del escenario vestida y maquillada toda en oro,
incluyendo peluca, zapatos y guantes del mismo color; su parte es breve pero la
cantó muy bien –si la “dea ex machina” no lo hace así, la función pierde gran
parte de su impacto– y su actuación fue muy atractiva pues al terminar su gran
recitativo se sentó al borde del foso de la orquesta, mostrando un aburrimiento
divino, entretanto los humanos terminaban de resolver sus cuestiones. Este es
uno de los casos en lo que se compruebe que no en ópera aún los personajes
secundarios son fundamentales en el logro de una buena representación.
El
Coro de la Radiotelevisión Suiza tuvo una destacadísima actuación, incluyendo
por supuesto a quienes interpretaron a las sacerdotisas compañeras de
Iphigénie, así como a los que tuvieron muy breves intervenciones como un
escita, un ministro y una mujer griega.
Diego
Fasolis dirigió brillantemente al conjunto de musical historicista I
Barocchisti, que fue reforzado por miembros de la Camerata Salzburg para lograr
el sonido requerido por la partitura.
Salí
de la función diferente de como entré, lo que “debe” pasar siempre después que
se asiste a una ópera. Puedo atreverme a decir que no había visto hasta la
fecha una producción tan fea, aunque puedo decir también que es la mejor
producción posible para esta ópera.
©
Luis Gutiérrez R.